martes, marzo 24

TREVELIN, DIARIO DE VIAJE

Ésta es la crónica del primer viaje que realizaron Baltazar Tokman y Paulo Pécora al sur, inaugurando así las muestras del ciclo por el interior del País.


Por Paulo Pécora

Fue un viaje muy útil y placentero, lindo y bastante productivo. La presencia del PCI fue muy satisfactoria –incluso más de lo que esperábamos- cuando viajamos a principios de marzo a Trevelin, ese pequeño pueblo chubutense pegado a la cordillera de Los Andes y ubicado a 45 kilómetros de Chile.

“Cwm Hybryd”, lo nombraron los primeros colonos galeses que llegaron allí en 1885 desde el Este en busca de tierras fértiles y se quedaron maravillados con ese valle hermoso rodeado de montañas y lagos. Años más tarde comenzarían a llamarlo Trevelin, que en galés significa textualmente pueblo del molino.

Nuestro viaje empezó el sábado 7 de marzo, a las 10.45 de la mañana, más o menos.

Íbamos María José Fascio, la encargada de los Espacios Incaa, Baltazar y yo.

Ninguno de los tres nos conocíamos ni nos habíamos visto nunca.

Con Baltazar sólo habíamos conversado una vez, por teléfono, pero él no se acordaba. En el 2000, creo, cuando todavía ninguno de los dos pertenecíamos al PCI, tuvimos una entrevista telefónica en la que me contó detalles sobre su película “La sombra de las luces”. Justamente, la misma película que viajaba a presentar.

Nos encontramos de casualidad en la zona de embarque del Aeroparque Jorge Newbery, nos saludamos, dijimos tres o cuatro palabras y ya estábamos subiendo a un avión de Aerolíneas Argentinas rumbo a Bariloche.

En los preparativos previos al viaje, cuando Sabrina y Tamae nos contactaron con Majo, la idea era volar de Buenos Aires a Esquel, a unos 40 kilómetros de Trevelin. Pero al final se cambió el trayecto debido a que –según decían en la agencia- los aviones no podían aterrizar allí porque las nubes de ceniza llegadas desde el volcán Chaitén, ubicado en Chile, del otro lado de la cordillera, se les metía en las turbinas y les generaba problemas en su funcionamiento. Como para esos días se esperaba una gran erupción del volcán, y mucha más ceniza en la zona, la decisión fue volar hasta Bariloche y después partir en auto hacia Trevelin. Al final, no pasó a mayores y apenas quedaban algunos rastros de la ceniza que había cubierto la zona en la erupción anterior.

Majo se quedó dormida apenas despegamos, pero después reconoció que paró la oreja más de una vez mientras nosotros discutíamos –sin conocernos de nada, pero con la confianza de aquellos que se conocen de toda la vida- acerca de cuál sería la mejor forma de que el PCI se siga relacionando con el Incaa, con esta y otras iniciativas, pero sin perder nunca la identidad ni la independencia, sin aceptar condicionamientos y manteniendo siempre, en definitiva, nuestra personalidad como grupo. A los dos nos pareció que estaría bueno tener entre todos una gran reunión para conversar sobre el tema. 

El viaje fue un abrir y cerrar de ojos, apenas interrumpido por unos tostados de jamón y queso y tres porciones de pastel de manzana –la mía, la de Majo y la de Baltazar- que devoré con fruición.

No tengo muy claro a qué hora llegamos. Sé que volamos un poco más de dos horas, pero con tantos cambios de horarios, es tan complicado hacer el cálculo que prefiero olvidarme del tiempo y dejarme llevar.

Nos recibieron con las típicas muestritas de chocolate y partimos desde el aeropuerto de Bariloche en un auto alquilado por Majo y manejado por Baltazar. Yo iba muy cómodo en el asiento delantero, sacando fotos, cebando mate y cabeceando a causa del sueño, de vez en cuando.


Primero dimos unas vueltas por la ciudad, hasta el famoso Centro Cívico, pero llegamos hasta ahí y ni siquiera nos bajamos del auto. Apenas si miramos un poco por la ventanilla. Estábamos tan ansiosos por llegar a destino que, si bien teníamos bastante tiempo para unir tranquilos los 400 kilómetros que separan a Bariloche de Trevelin, estábamos de acuerdo –sin ni siquiera saberlo- en que todo tenía que salir perfectamente y que queríamos ponerle la mejor onda para que eso ocurriera. Y esa fue mi percepción de las cosas durante todo el viaje, la de un trabajo en equipo absolutamente amistoso y solidario.

Queríamos llegar temprano porque habían organizado una conferencia de prensa para hablar un poco de quiénes somos y qué hacemos los cineastas que integramos el PCI, y porque luego venía la inauguración de la muestra itinerante en festejo de nuestros 10 años de existencia como agrupación. El ciclo empezó ahí con nuestras películas y ahora seguirá durante el año por distintos Espacios Incaa del país.

Dejamos Bariloche y tomamos por la ruta 258 hasta El Bolsón, de ahí por la ruta 40 hasta Esquel y luego por la 259 hasta Trevelin. Durante las tres o cuatro horas que duró el viaje se narraron un montón de anécdotas y Baltazar compartió con nosotros su profundo amor por estas tierras patagónicas, donde pasó momentos muy gratos de su vida. Recuerdo que me contó cuando trabajó en la producción de la película “Siete años en el Tíbet”, que Jean-Jacques Annaud filmó en otras montañas de  Argentina. El era asistente de producción y llevaba la película expuesta de un lugar a otro, recorriendo en camioneta casi continuamente todos esos increíbles paisajes tan bellos como los que estábamos recorriendo nosotros.

El viaje se hizo largo, pero disfrutamos mucho de la charla, mientras comíamos galletas caseras de vainilla y chocolate y tomábamos mate. A veces el paisaje a ambos lados de la ruta era sobrecogedor. Y nos quedábamos callados.

La cadena montañosa parecía extenderse hacia el infinito. El sol atravesaba los picos iluminando el valle de una manera peculiar. El camino rodeaba lagos gigantescos y cristalinos. Enormes laderas de piedra se elevaban a los costados de la ruta. La vegetación era escasa en algunas partes, pero sobre las montañas los árboles abundaban en exceso. Las nubes copiosas flotaban bastante bajo, haciendo sombra sobre el paisaje. No puedo olvidar la sensación de calma que viví entre tanta belleza.

Antes de entrar a la ciudad, frenamos al costado de la ruta para fotografiarnos en un cartel de bienvenida de madera, donde la bandera argentina flamea junto a la de Gales, un dragón rojo que abre sus fauces sobre dos bandas de color verde y blanco. Es una imagen que remite a una época muy remota del mundo, recuerda a un escudo de armas medieval.

Llegamos a la hostería Casa de Piedra, un lugar realmente recomendable, muy espacioso, de grandes ventanales y luz profusa, que fue construido con piedra y madera por la misma familia que lo regentea. Una mujer, su esposo y sus dos hijos adolescentes. Más una perrita negra llamada Morocha y una gata de pelo gris,  nacida de la mezcla de una gata doméstica y un gato más salvaje que bajó de la montaña para preñarla. Al buen trato de los anfitriones se suma un altísimo desayuno de frutas, tostadas, manteca, fiambre, queso y dulces, riquísimo café, camas muy cómodas, tele con cable, ducha calentita y buena presión de agua. Si algún día volviera a Trevelin, no lo dudaría, seguramente me hospedaría en ese mismo lugar.

Esa noche, cuando regresé al hotel en busca de un abrigo, conocí al dueño del lugar, un hombre fornido y pelado de casi dos metros. Al principio me encaró con cierta desconfianza y, casi sin mediar palabra, me preguntó si tenía algo que ver con el cine. Estaba preocupado porque unos meses antes había hospedado a un grupo que venía a hacer un documental y le habían rayado una pared y le habían quemado con un cigarrillo la alfombra de una habitación. Se ponía cada vez más nervioso y tenso mientras me describía con lujo de detalles cómo habían pasado las cosas. Incluso me llevó al lugar de los hechos para mostrarme las pruebas flagrantes del delito. Y yo que únicamente quería un abrigo porque tenía un poco de frío.  Respiré hondo, intenté calmarlo, le expliqué que estábamos ahí en representación del PCI y lo invité a que venga a ver nuestras películas.  

Si pudiéramos observarla desde muy alto, descubriríamos que Trevelin tiene la forma de un molino de viento. Sus cuadras están trazadas alrededor de una plaza redonda desde la cual surgen numerosas calles que dan forma a aspas gigantes. En una de las esquinas frente a la plaza se encuentra el Salón Central, la sala de cine donde se realizó la muestra y donde funciona el Espacio Incaa Km2011. Debemos haber pasado dos o tres veces frente a ella antes de encontrar la calle que nos llevaba a la hostería. Finalmente llegamos, dejamos los bolsos y salimos a pasear. Abajo nos esperaba José Jones, flamante director de cultura de la ciudad y ex encargado del cine del pueblo, un hombre muy sencillo y agradable, que tuvo la amabilidad de dedicar todo su fin de semana a agasajarnos y pasearnos de un lugar al otro, con excelente predisposición y muy buena onda. Nos llevó a lo de Maggie, una famosa casa de té fundada por una galesa que falleció a los 103 años dejando como herencia una lista de recetas para las tortas y pasteles más ricos del mundo. Tenemos fotos de esa merienda pantagruélica. Los cuatro golosos de mirada ansiosa alrededor de una mesa repleta de tazas, teteras, dulces, manteca, platos con pasteles, tostadas y una variedad de tortas entre las que sobresalen la de crema y la célebre torta negra galesa, pasas, nueces y no sé cuántos litros de coñac.

A la hora de la conferencia de prensa nos esperaban en el cine el intendente de la ciudad, algunos funcionarios municipales y un pequeño grupo de periodistas. Nos sentamos frente a la sala espaciosa, con la pantalla a nuestras espaldas, y al lado de uno de los banners que se hicieron para promocionar los 10 años del PCI. Como éramos pocos, los periodistas se acercaron a la mesa y parados desde ahí nos comenzaron a preguntar. La que llevaba la voz cantante era la cronista de un canal de televisión a la que seguramente Baltazar recordará durante un tiempo por la forma penetrante en que lo miraba y la sorpresa que le provocaron sus preguntas. Recuerdo que hasta transpiró un poco.

Hablamos de nuestras películas, sobre el cine argentino independiente, sobre la variedad de temáticas y propuestas estéticas, sobre la autogestión y sobre lo valioso que nos parece la existencia de tantos directores que llevan adelante sus proyectos a pesar de todo, con mínimos recursos y muchísimo esfuerzo.

La función de “El sueño del perro” fue modesta. No recuerdo exactamente cuántos eran, pero creo que no los espectadores no superaban los 20, e incluso varios de ellos se fueron durante la proyección. Me puso contento de todos modos que mi película se proyectara en esta sala tan lejana y sentí la calidez y el agradecimiento de las personas que se quedaron después de la función, durante la entrevista que tuvimos con Baltazar. Creo que estaban muy contentos por nuestra presencia y por el hecho de que hubiéramos estado ahí, mostrando nuestras películas y hablándoles acerca de nuestra forma de hacer las cosas.

Después de la charla partimos hacia un restaurante a festejar el evento. Habíamos cumplido satisfactoriamente la  primera parte de nuestra tarea y queríamos celebrarlo. Baltazar tenía ganas de probar el famoso cordero patagónico, pero la dueña del lugar a donde fuimos –una mujer bastante hosca y solitaria- nos advirtió que no era posible, que ella no vendía esa carne. No recuerdo qué pidió finalmente, pero yo elegí trucha y verduras, y la verdad que creo haber elegido muy bien.

Al día siguiente desayunamos y, con el día libre por delante, decidimos visitar juntos el Parque Nacional Los Alerces. José nos pasó a buscar con una camioneta y estuvimos casi todo el día con él y Majo paseando por bosques, montañas y lagos. Parecíamos tocados por una barita mágica, porque llegamos a la presa Futaleufu (río grande, en mapuche) y fuimos testigos de algo que pasa solamente una vez cada seis años, y pasó justo ese día.

Habían abierto el descargador de fondo del lago, algo así como si le hubieran sacado el tapón a una bañadera gigante llena de agua. La presión del lago es tan poderosa que el agua sale escupida hacia arriba con la fuerza de una catarata, pero al revés. Es una imagen muy potente, algo que hace temblar y pone la piel de gallina. Una fuerza imposible de dimensionar, un chorro de agua tan fuerte como una montaña. El agua sale por un agujero y recorre más de 200 metros hasta unas piedras donde golpea y se eleva un poco más difusa, cayendo sobre la gente como una lluvia fría y agradable.

Mientras tanto, cientos de metros más arriba, en la cima de una presa hecha únicamente con piedra y ripio, la gente también podía observar hacia el otro lado. Un lago inmenso se extendía frente a sus ojos, cristalino y calmo, toda una postal de la cordillera argentina, como si allá abajo no estuviera ocurriendo nada.

Un rato después Baltazar y yo estábamos metidos con el agua fría hasta las rodillas, pisando con los pies descalzos la superficie pedregosa del fondo del lago. Estuvimos ahí un largo rato, sin pensar ni hablar demasiado, disfrutando del ocio en ese maravilloso lugar. Unas horas más tarde, después de comer los restos de las tortas que habían sobrado del día anterior y unas cerezas riquísimas que compramos en una huerta de la zona, estábamos otra vez en el agua, pero esta vez –con el calor de la tarde- nos animamos a sacarnos la ropa y meternos de cuerpo entero, en calzoncillos. El agua del Futalaufquen (lago grande, en mapuche) es tan cristalina, que nos detuvimos un rato a observar a un caracol que avanzaba despacio en el fondo, dejando su delgado rastro en la arena.  Tomamos sol, compramos agua y pan casero y emprendimos viaje hacia el Lago Verde. Al llegar, atravesamos una pasarela de vigas de madera que pasa por sobre el agua, bajamos a la playa y nos tiramos a charlar y dormir una siesta.

El Futalaufquen, el Lago Verde y el Futaleufu son tres de los 12 lagos que confluyen en el gran embalse Amutui Quimei, que fue construido por los militares entre 1968 y 1978, con el costo de 300 muertes durante su construcción. Actualmente, la represa del embalse pertenece a Aluar, una empresa de aluminio de mayoría accionaria chilena. Es irónico que los pobladores de Trevelin y las zonas aledañas tengan que pagar la electricidad a precios elevados, cuando la presa desde donde sale toda esa energía está tan cerca de ellos y a tan pocos kilómetros de la ciudad.

De regreso a la ciudad nos esperaba la proyección de “Tata Dios” y “La sombra de las luces”. Llegamos a la sala con cierto temor a que viniera menos público que el día anterior. Era domingo y la gente se había quedado hasta muy tarde en la plaza del pueblo, sentados en reposeras, tomando mate, o simplemente recorriendo los puestos de artesanía que se ubican a su alrededor. Sobre la hora, empezaron a caer algunos espectadores, pero la función habrá comenzado con unas 10 personas. Igualmente, durante la proyección la gente fue en aumento y terminaron viendo las películas unas 20 personas en total.

Según mi opinión, la proyección fue muy buena. La gente realmente se enganchó mucho con los trabajos de Baltazar. Especialmente con el corto, para el cual les entregó la cámara a sus propios protagonistas, chicos y adolescentes de distintas zonas carenciadas que mostraron como nadie su intimidad y, al mismo tiempo, revelaron la pobreza y la violencia latente que los rodea.

Después de la proyección, mientras la gente preguntaba y opinaba sobre la película, sucedió algo increíble. Uno de los espectadores era amigo de Roberto Rey, uno de los protagonistas de “La sombra de las luces”. Se habían conocido en Buenos Aires cuando actuaban juntos en el Club del Clan y ahora, después de muchos años, volvía a verlo en la pantalla, en Trevelin. Roberto se hacía llamar El hombre de las mil caras y también trabajaba en La Revista Dislocada. Pero en la película de Baltazar –que filmó poco antes de morir- interpretaba a un homeless y compartía desventuras con muchas otras personas en situación de calle. Creo que fue muy emocionante encontrarnos a su amigo, en una sala ubicada a dos mil kilómetros de Buenos Aires.

Al día siguiente nos despedimos de Trevelin.

Antes de viajar en taxi hasta el aeropuerto de Esquel, hicimos los bolsos, desayunamos, dejamos Casa de Piedra, tuvimos una entrevista con la gente de FM del Valle (99.9 mhz), nos despedimos de José Jones y visitamos un rato el museo del pueblo, donde descubrimos verdaderas reliquias que recordaban la forma en la que los galeses llegaron al lugar y desarrollaron su vida y sus actividades, en pleno contacto con los indios tehuelches y los mapuches que vivían en la zona.

El principio del fin había llegado.

1 comentario:

  1. Muy buena crónica, Paulo. Me hubiera gustado estar ahí...
    Andrés

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